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Cuando los docentes escribimos

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1. Escribir para  investigar.

Parece estar comprobado, o al menos así lo confirman las orientaciones pedagógicas más innovadoras y progresistas, que la calidad y permanencia de los aprendizajes se da en relación directa a la participación activa de los aprendices en tareas prácticas o de investigación.

Esto no sólo cuenta para los estudiantes, sino también para la formación continuada de los docentes. Incluso podría ser que lo segundo sea condición de lo primero: docentes que han construido sus patrones y referencias didácticas en entornos academicistas (es el caso concreto de la mayor parte de los profesores de secundaria) tienen más dificultades para promover dinámicas participativas en el aula que aquellos que en su propia formación tuvieron la oportunidad de investigar y experimentar.

La corriente pedagógica llamada “investigación – acción[1] reconoce, desde hace tiempo, la importancia que tiene para la formación continuada del profesorado la retroalimentación entre su práctica y la investigación reflexiva que sobre ella y el entorno de aula puede realizar.

Las metodologías cualitativas o etnográficas [2] aplicadas a las ciencias sociales avalan esta perspectiva de formación. Alejada de los modelos positivistas y cuantitativos, que reclamaban para el investigador la asepsia y la objetividad, exigidas por una supuestamente indispensable distancia entre el investigador y el campo de investigación, la “investigación – acción” instala al docente en el centro mismo del campo convirtiéndolo en sujeto observador y, al mismo tiempo, en objeto de observación participante (en este caso sería de “auto-observación”).

¿Qué sucede pues cuando, en la investigación educativa, el investigador es el profesor que investiga su propia acción y forma parte de lo que sucede en el aula? Es inevitable que se produzca un cierto desdoblamiento; y en ello la escritura juega un papel fundamental. Cuando escribimos sobre lo que hacemos, sobre lo que vivimos en el pasado, sobre lo que ocurre a nuestro alrededor, la mediación de la palabra escrita nos permite alejarnos para comprender mejor lo próximo. Algo así como tomar distancia sin dejar de estar inmersos. Como si decidiéramos marchar de vacaciones a nuestro propio barrio. Para ello, salimos de casa y comenzamos a recorrerlo, mirando los escenarios más habituales y rutinarios como si los viéramos por primera vez. Es lo que también ocurre cuando, en los días previos a recibir la visita de un amigo o un familiar que desconoce nuestros lugares habituales de residencia, no podemos evitar, cada vez que hacemos los recorridos de siempre, mirar a través de los ojos de nuestro futuro visitante. Entonces se produce una curiosa experiencia de redescubrimiento de los lugares, una captación de perspectivas o de detalles, que seguramente fueron mil veces vistos, pero en realidad nunca verdaderamente mirados.

Esta experiencia de extrañamiento no resulta tan difícil de llevar a cabo como pudiera parecer en un comienzo; luego de superar, claro está, la pereza que produce ponernos delante de una hoja en blanco, y escribir sobre lo que nos pasa, sin tener la obligación de pensar en una programación o en una unidad didáctica o en un informa exigido por la administración educativa, con pautas o modelos predefinido. Muchas veces, cuando los hábitos y las rutinas están consolidados, un pequeño cambio en el día de cada día nos permite situarnos en una posición diferente y ver las cosas de otra manera. Para un profesor acostumbrado a dar sus clases de forma más o menos regular y sin grandes modificaciones o imprevistos, el sólo hecho de decidir un día comenzar a escribir en un diario todo aquello que pasa en cada hora de clase, seguramente le llevará, casi involuntariamente, a ver la realidad del aula de manera diferente, seguramente el paisaje se presentará desde nuevas e insospechadas perspectivas. Cierto es que la cantidad de horas y de grupos que debemos atender durante la semana no hace fácil esta tarea. Lo que sugiero es escoger un solo grupo, o en el mejor de los casos un solo nivel, y escribir un diario sobre lo que allí sucede. Muchas veces será sólo una línea que funcionará como recordatorio de lo que hemos hecho, otras una anécdota puede servir de disparador para una rica reflexión sobre nuestra práctica, o el pensamiento de los alumnos, o el clima del aula, etc.

En la entrada anterior me refería al nuevo significado que puede tener para los estudiantes el acto de escribir cuando se realiza con la finalidad de su publicación inmediata, por ejemplo en un blog, y los efectos que sobre su motivación y también sobre la naturaleza de sus aprendizajes puede producir el hecho de poder compartir lo producido con sus pares. Esto también es aplicable a nosotros los docentes: cuando hace unos años se hablaba del “diario de clase” como herramienta para la investigación cualitativa, se pensaba en una actividad diría casi íntima o privada, la cual podía ser compartida ocasionalmente con algún que otro colega. Ahora tenemos la posibilidad de convertir nuestro diario en un blog o bitácora pública, que puede ser difundido a través de las redes sociales, y recibir en ellas o en los comentarios del propio blog una retroalimentación que enriquece exponencialmente los efectos formadores de la experiencia de escribir. La escritura ya no sólo es un elemento de mediación reflexiva entre el pensamiento y la práctica individual, sino que además se expande a través del intercambio cooperativo entre personas que comparten inquietudes, intereses y experiencias.


2. El profesor investigador y las “micro-teorías”.

Esto nos lleva a concebir un modelo de “profesor investigador”, el cual, a partir su propia práctica, es capaz de producir conocimiento que pueda revertirse sobre su quehacer docente, ser intercambiado con otros profesionales, socializarlo y enriquecerlo cooperativamente.

La investigación-acción realizada por docentes, al igual que cualquier investigación, tiene también una dimensión teórica o conceptual. Esta dimensión se pone de manifiesto cuando, en determinados y especiales momentos, se nos ocurre una intuición que nos parece especialmente ajustada para explicar un aspecto de la realidad del aula, o para iniciar un nuevo curso de acción, o reorientar los que ya veníamos desarrollando.

Habitualmente los profesores de secundaria nos negamos a nosotros mismos la capacidad o el derecho de construir herramientas teóricas; y entonces esas valiosas intuiciones quedan en esto, en sólo intuiciones. Una forma de superar este auto-prejuicio sería coger el bolígrafo y apuntar estas intuiciones en nuestro cuaderno de notas; seguramente comprobaremos que el carácter anecdótico de la observación, con facilidad se convierte en producción de un concepto o pequeña teoría, con capacidad de aplicación generalizable. Acabamos de escribir una hipótesis que muy bien puede ser contrastada en nuestra propia práctica docente o en la observación de las situaciones vividas en el aula. Y finalmente, cuando esto se realiza, y además se acompaña de la tarea de relacionarlo con otras ideas similares, se ordenan y se sistematizan, es decir, que la frase del comienzo se ha convertido ahora en un par de folios de nuestro diario, seguramente habremos producido lo que he dado en llamar una “micro-teoría”.

¿Qué sería pues una “micro-teoría”? Cuando comprendemos con profundidad, diría empáticamente, aquello que vivimos en el aula, estamos en condiciones de realizar una categorización de la experiencia, que es universal y singular al mismo tiempo. Es universal porque es comprensible y por tanto explicable, porque es subsumible en un sistema conceptual. Es singular porque hace referencia a una realidad que es única e irrepetible. Una “micro-teoría”. Micro porque se trata de un pequeño sistema conceptual que se reduce a los límites de la experiencia vivida, y teoría porque, pese a sus límites, tiene la pretensión de arrojar luz explicativa sobre dicha experiencia.

Una “micro-teoría” no es sólo un sistema coherente de ideas que explica una determinada área de la experiencia docente, puede ser considerada también como una cierta “producción de realidad”. Dicho de otra forma, las micro-teorías serían construcciones en las que se reordenan los elementos que intervienen en la experiencia. Construimos micro-teorías como consecuencia de la necesidad de recomponer equilibrios o de compensar tensiones, de resolver desajustes entre el deseo o los recursos y los resultados obtenidos.

Para explicar el sentido y la utilidad de las micro-teorías, se me ocurre pensar en un ejemplo de la vida emocional –quizá porque las investigaciones cualitativas o  etnográficas suelen tener mucho de intuitivo o de captación afectiva–: las experiencias vitales compartidas nos hacen mucho más aptos para comprender aquello que viven otras personas, aunque estas nuevas vivencias tengan poco que ver con las ya compartidas. Una micro-teoría más que un marco explicativo que nos permite inferir explicaciones de nuevos hechos o casos particulares, que a su vez corroboran su validez interna, es la conformación de un ordenamiento conceptual que, por homologación, nos hace más capaces de comprender experiencias nuevas. En este sentido, el criterio pragmático sería el que habría que aplicar a las micro-teorías, más que el de la correspondencia empírica. Más importante que la verdad de su contenido sería la capacidad de hacernos más aptos para comprender fenómenos nuevos, y operar sobre ellos.


3. Escribir para dar clases

En los dos apartados anteriores me refería a los posibles efectos que puede tener la escritura en los procesos de investigación y formación continuada de los docentes. Ahora quisiera reflexionar sobre la importancia de la escritura como herramienta fundamental en el trabajo de aula. No se trata de la utilización del texto escrito en las clases, cosa que hacemos la mayoría de los profesores con muchísima frecuencia, sino más bien del hecho de escribir para dar clases; es decir, utilizar con los estudiantes textos escritos por el propio docente.

En esta idea, como en muchas de las propuestas en las últimas entradas, sigo a Don Finkel, que nos propone una afirmación algo desconcertante: la lectura de textos escritos por el profesorado puede ser una forma más de “dar clases con la boca cerrada”. Curiosamente nuestro autor recupera la lectura de las lecciones, al más puro estilo medieval, como vía para superar al menos en parte la magistralidad de las clases en las que sólo explica el docente. El texto que los estudiantes leen no deja de expresar el discurso docente, pero ahora la escritura funciona como un elemento mediador que separa al autor del lector.

Finkel dice lo siguiente:

La atención que un estudiante presta a las palabras pronunciadas por su profesora exige que atienda a la velocidad a la que la profesora habla, precisa oír todos los tonos e inflexiones de su habla, observar sus gestos faciales así como su lenguaje corporal; en el mejor o en el peor de los casos (en el mejor y en el peor), cae bajo el hechizo de la personalidad de su profesora.

Pero cuando el estudiante lee las palabras escritas de su profesora puede hacerlo a su propio ritmo, detenerse y pensar, releer algunas partes o la pieza entera; queda libre de los imperativos gestuales y tonales incorporados que acompañan al lenguaje hablado. Se ha abierto alguna distancia entre él mismo y su profesora, y lee sus palabras en la relativa tranquilidad de ese espacio que ahora los separa. La personalidad de su profesora sigue afectándole, pero no tan directamente, no tan inmediatamente, no con tanto poder. Como resultado de ponerse a leer las palabras de su profesora (1) el estudiante digerirá con más facilidad esas palabras, y (2) será más fácil que formule una respuesta a ellas. (p. 134)

Nuestro autor propone tres formas de “enseñar con la escritura”:

  1. Evaluar mediante la escritura de notas personalizadas. De esta forma se sustituye la fría corrección, que se suele realizar además en color rojo, por un escrito personalizado. Se abandona la “corrección”, entendida como la indicación del error, y se ofrece una “valoración” que contiene nuevos objetos de investigación y de aprendizaje.
  2. Convertir las lecciones magistrales en lecturas de textos propios del docente. La “incontinencia verbal” de muchos docentes (entre los cuales me incluyo) encuentra un efectivo límite cuando lo que debe transmitir está escrito. La palabra hablada que desciende desde la tarima, habitualmente acompañada de recursos histriónicos, se sustituye por la horizontalidad de la lectura: aunque el autor sea el docente –que por supuesto pueden serlo también los alumnos– nos encontramos en pié de igualdad ante un texto que ya no pertenece a nadie, sólo a su tipografía y al papel sobre el que está impresa.
  3. Ofrecer como material de investigación escritos del docente que le muestran comprometido en la indagación que comparte con sus alumnos. En esta tercera forma, el docente no escribe para transmitir, sino para compartir. No prepara su clase escribiendo, sino escribe todo aquello que investiga y descubre a partir de que decide ponerse a trabajar sobre el mismo tema que se han puesto a trabajar sus alumnos. Forma parte del equipo, comparte sus objetivos, y como participante colaborador manifiesta a través de la escritura su compromiso con la tarea común.



[1] STENHOUSE, L. Investigación y desarrollo del currículum, Madrid: Morata, 1984

STENHOUSE, L. La investigación como base de la enseñanza, Madrid: Morata, 1987.

[2] TAYLOR, S.J. y BOGDAN, R. (1984). Introducción a los métodos cualitativos de investigación,  p.36, Barcelona / Buenos Aires: Paidós.


Archivado en: Formación docente Tagged: blogs, Don_Finkel, escritura investigación formación_continuada, investigación_acción, metodologías_cualitativas, micro_teorías, redes_sociales

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